El Diego está
A diferencia del resto de talleres, que solían tener calendarios, mujeres en bikini o imágenes religiosas, el taller de papá tenía una foto enmarcada de Diego. En la imagen rezaba «Algún día tus hijos te preguntarán quien fue Maradona». Por supuesto, nosotros, los hijos, no tuvimos que preguntar porque crecimos con el Diego. Él estaba allí, en la casa, en la música, en la ropa. Y no entendía. No entendía cómo alguien podía aferrarse a un hombre que nunca lo había visto. Digo: en carne y hueso.
Por ser el primer hijo, y, sobre todo, porque me gustaba el fútbol, papá trató de transmitir lo que no solo era una pasión, sino el amor. Cuántas veces me dije: ¿no sería mejor tener una foto de nosotros, sus hijos, en vez de un hombre? Nunca fui capaz de preguntarle. Las cosas que hacía papá había que aceptarlas en silencio.
Hablaba, frente a mí, sobre lo que había hecho en el mundial del 86, las lágrimas del 90 y el adiós en el 94. Y aunque hablaba como un hombre brío, yo no entendía. Pero entonces crecí, me volví adolescente. Las imágenes empezaron a quedarse más tiempo en mi cabeza, y en los momentos libres, me inmiscuía en el cuarto de papá y revisaba los nuevos casetes de VHS que se había comprado: una colección de los Mundiales de fútbol.
Quizá ese fue el primer contacto, en serio, con el Diego. Allí estaba él, en la pantalla: corriendo, con la pelota pegada a esa pierna izquierda, que papá siempre recalcaba cuando hablaba del Diego. Papá decía: esa zurda mágica. De pronto me fui interesando más el hombre bajito pero erguido, en el hombre que tenía las piernas anchas, en el hombre que tenía el 10 en la espalda, en el hombre que agarraba el balón y andaba hacia adelante, nunca hacia atrás.
Entre los casetes también estaban las grabaciones caseras. En la televisión por cable pasaban imágenes del Diego que me eran ajenas. Papá las había grabado y las tenía guardadas. Todos estaban acostumbrados a recordar a Maradona por sus goles contra Inglaterra. Parecía que el Diego solo había jugado ese partido. Sin embargo, había un Diego más allá del 86: el Diego del Napoli, el Diego que regresó a Argentina y fue ovacionado por la hinchada contraria, el Diego que jugó con Riquelme y Caniggia en Boca, y claro, el otro Diego.
Sin embargo, papá nunca habló de él, de ese otro, de ese personaje que decía cosas o hacía cosas ajenas al fútbol. Se aferró tanto a ese futbolista, a tal punto, que usaba las camisetas con el nombre del 10 cuando trabajaba, veía una y otra vez sus jugadas, y llegó hasta a editar la canción de Rodrigo para juntarla con la narración de Víctor Hugo Morales y convertirla en tono de celular.
Papá tenía a Maradona en la boca, en el corazón, en su ropa, en su móvil, en su taller, en sus libros, y hasta la mañana del 25 de noviembre, en sus estados de WhatsApp.
Cada mañana hay algo que hace papá: descargarse imágenes del Diego y compartirla en sus estados. Diego con la de Argentina, Diego con la de Boca, Diego con la del Nápoli, Diego con la del Barcelona, Diego, Diego, Diego.
Y así como para él es un ritual que hace al despertarse, para mí se ha hecho una costumbre ver qué pública una vez se ha asomado el sol. Primero los estados de papá y luego cualquier cosa. Y allí está el Diego, que ahora es un ser inerte tras su fallecimiento.
Como a muchos me estremeció su muerte, pero me estremeció más pensar en papá. Una hora después de enterarme de la partida del Diego, me atreví a responder una foto que había tomado de él. Y en un mensaje de voz dijo: «Tranquilo, muchacho, tranquilo, no estés triste…»
Al principio no entendí, pero después, al seguir viendo los estados de papá, el Diego estaba, el Maradona estaba. Nunca se había ido. El jugador siempre estuvo y estará en mi niñez, en la casa que alguna vez habité, en los videos, en la música, en las camisetas de fútbol, y por supuesto, en los estados de WhatsApp de papá.(O)
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