Eliécer

Y nos dejó con el estrépito de su corazón estallando, con los ojos atónitos; hincó espuelas y se alejó con su Naum Briones, su Bolívar y se desbarrancó en la loma de sus textos; huérfanos comenzamos a rumiar la poesía, desorbitados e insomnes recopilamos fotografías, pedacitos de historias, con la memoria ciega y las manos ateridas intentamos retener su figura y escuchamos su risa, sin adiós ni despedida su fin de fiesta retumbó en la neblina y el frío de Cañar se hizo presente.

Lentamente llegaron los recuerdos, la chimenea encendida, el vino y la guitarra, la carcajada y el rumor de los compañeros en la oficina; la biblioteca municipal y el encuentro de literatura,  su escritorio abarrotado de libros y su timidez proverbial. La primera fila se vacía, los nombres asoman cada día y regresa la cantilena  “ya somos el olvido que seremos/ el polvo elemental que nos ignora” y otra vez vamos tras él, con su muerte dramática y su corazón entero, como uno de sus personajes  escapó con su rebeldía y las lecciones aprendidas.

Cuentan que no llegó el alcalde ni siquiera los empleados del municipio y que los íntimos lo amortajamos en el silencio. No le hizo falta ningún inefable, bástenos saber que aquí en este corazón amordazado crece una luz desde el polvo y la ceniza que nos ofreció. Sus textos relumbran y volvemos a su despiadada ternura, a esa palabra peligrosa, al filo de su voz como una espada. Entre un golpe de vida y otro de muerte, tu flor se yergue voluptuosa. ¡Gracias Maestro! (O)

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