La política, y esto es innegable, es una escuela. Una en la que se aprende a predecir la naturaleza humana con todas sus virtudes y contradicciones. Y el explorar esta naturaleza, el aprender de los anhelos del ser humano, será el mayor de los desafíos. Allí, a la luz del debate político, en el centro mismo del poder, se revela también el carácter de los gobernantes. Allí estará el hábil orador que crea en el aire las fantasías del populismo que se convertirán en las realidades del nunca jamás, esas de las que el pueblo vive, pero no come. Allí estará el político honesto y pragmático que buscará para su pueblo realidades tangibles y luminosas; y por ellas será sacrificado, pues bien dicen que las estatuas de los grandes hombres se levantan con las piedras que les lanzaron cuando estaban vivos. Y estará, finalmente, el tirano en potencia, el apetito por la gloria y el poder que, más temprano que tarde, se trocará en corrupción para perpetuar el primero y mayor de nuestros azotes. Lo bueno y lo malo, lo noble y lo perverso, los dos extremos del hombre retratados en el huracán sin ojo de la política contemporánea.
Pero hay una diferencia: ya mi hermano Agustín decía que las malas acciones de los que buscan servirse del poder, esas que empobrecen el alma, requieren de escuela y cuidadosa planificación, para ocultar a la luz del sol lo que no se puede ocultar a la conciencia. No así las acciones positivas, las que sirven a la sociedad y construyen el futuro, pues esas brotan de la naturaleza humana. Por eso creo, ya lo decía Agustín, que en política no existen premios ni castigos. Existe, eso sí, la consecuencia precisa de cada acción. Algunos le llaman karma. Otros le dicen justicia, campo, éste último, en el que se pisa con cuidado pues la justicia es un juicio de valor del que juzga. Y el que juzga siempre es el pueblo. Respecto a la justicia divina, pues bueno, esa (como decía Agustín), esa es demasiado cruel aún para el más cruel de los hombres… (O)