Los días, los años pasan sin pausa y todo va mutando. Las navidades en las décadas que he respirado son tan diferentes que me resultan casi irreconocibles. Cambiaron como cambia un reptil su pellejo. Pero no es tampoco un misterio, que yo mismo muté al punto de desconocerme y sin duda seguiré cambiando inexorablemente conforme pase la vida. Como párvulo nacido en una familia liberal con escasos lunares de “curuchuperias” y teniendo una madre cuya inteligencia luminosa siempre estaba sustentada en la lógica y razón más puras; que un niño nazca en Belén de una virgen y de un viejo decrépito como José, guiados por una extraña estrella luminosa en medio de inhóspitos y áridos desiertos, terminaba siendo lo que es, una fábula increíble, solo aceptada por la fe incontrastable, de tal manera que, en mi casa, no existían nacimientos ni pesebres, ni un niño dios regalón y mucho peor el advenedizo nórdico Santa Claus, vestido como payaso y con su risita de viejo retrasado y tonto. Como los niños siempre esperan regalos, mi madre nos llevaba de la mano donde un vendedor amigo de juguetes y nos desenganchaba para que escogiéramos nuestro propio regalo. Mis hijos nacieron y continué pensando que aquella tradición no era otra cosa que un hermoso movimiento social y delegué en manos de mi mujer la organización de la agridulce navidad, tan llena de contrastes que, superando la fe, caen en el plano de lo económico y el consumismo brutal. La diferencia entre pobres y ricos, como en ninguna otra fiesta se vuelve más evidente y yo siempre crítico a todo esto. Pero me llegaron los nietos. He aquí mi nuevo cambio. La lógica y razón heredadas de mi madre sucumben y creo que bien vale la navidad una misa como dijo Napoleón de Paris. Sin darme ni cuenta acepté y de buena gana. Me acicalaron el traje rojo y blanco, el gorro frigio y la barba blanca que ya no contrasta mucho con la propia mía y me enseñaron a reír pesada y torpemente con el JOJOJO del anciano Noel o Santa Claus, munido de una funda llena de regalos y me pusieron en la escuela de mis nietos en medio de centenares de ojos bellos y manitos, que me tiraban del holgado pantalón rojo y de la enorme barriga, pidiéndome regalos y dulces, convencidos ellos que era el verdadero papa Noel venido de lejanas ventiscas y gélidos paisajes en su trineo y que les traía presentes. Que cambio. Hoy soy el viejo Noel que trae paz y regalos a los niños. (O)
CMV
Licenciada en Ciencias de la Información y Comunicación Social y Diplomado en Medio Impresos Experiencia como periodista y editora de suplementos. Es editora digital.
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