El carnaval es una de las fiestas populares más arraigadas entre nosotros, pese a que durante la Colonia la iglesia católica intentó prohibir el juego y se amenazó con excomulgar a los carnavaleros. Ya no se ven aquellas escenas del juego en las calles de la ciudad –descritas con tanta maestría en las crónicas de Manuel J. Calle–, cuando grupos de muchachos apostados en las esquinas esperaban a los transeúntes para sorprenderlos al grito de: ¡Agua o peseta!, advertencia que si no era seguida quedaban ensopados con el agua de las acequias. Aunque las costumbres han ido cambiando, los carnavales cuencanos se relacionan hasta la actualidad con el juego del agua y la abundancia de alimentos en la mesa, donde no puede faltar el mote pata, el chancho en sus diferentes formas de preparación, los dulces, el pan, las bebidas y, por supuesto, el baile y el convivio con vecinos, amigos y familiares transformando estos días en un espacio de reencuentro y renovación vital de nuestras relaciones sociales. Pero, ¿qué sentido tiene celebrar el carnaval en medio de la muy crítica situación que vive el país? Todo lo que toca el agua cambia, renueva, reconforta, revitaliza porque bien sabemos que “agüita de carnaval no hace mal, limpia el alma y nos alegra”. Que estos carnavales nos permitan renovar nuestra esperanza en la vida, reconstruirnos como comunidad y seguir defendiendo nuestras fuentes de agua. (O)
CMV
Licenciada en Ciencias de la Información y Comunicación Social y Diplomado en Medio Impresos Experiencia como periodista y editora de suplementos. Es editora digital.
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