No es el primer caso y, con seguridad, no será el último. La captura de un adolescente de catorce años como el posible asesino de un ciudadano que laboraba como chofer, prueba cómo todos los días cientos de jóvenes ecuatorianos son asesinados o se convierten en sicarios. El desolador y lamentable incremento de las cifras de muertes violentas de jóvenes, las escuelas de sicarios, el reclutamiento de las organizaciones criminales para usarlos como carne de cañón, la petición que se les juzgue como adultos o que de una vez se los elimine, no hacen más que reflejar la patológica descomposición social que vivimos, la absoluta pérdida del sentido de la vida, los niveles de pobreza extrema al que llegamos, y no me refiero tan solo a los dramáticos niveles socio económicos de un Estado quebrado –literal y filosóficamente– sino al pobre e indigente estado al que ha llegado la moral y la ética públicas en el entramado social de un país, cuyo territorio está siendo dividido entre bandas criminales, empresas mineras y los nefastos juegos de interés que se dan en los gobiernos de turno –dignos y obedientes lacayos de los tradicionales grupos de poder–, pese al llamado urgente de la ciencia para dejar de expoliar la naturaleza y de usar la “seguridad ciudadana” para militarizar al país. La detención de este adolescente por asesinato nos vuelve a “aprisionar” como colectividad en un círculo de violencia que no se detiene con policías y militares. En nuestro país el más extremo acto de resistencia es ¡vivir! (O)
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