Cuestionar los planes de trabajo

Si las elecciones primarias en los partidos y movimientos políticos, obligados a cumplirlas por así disponerlo el Código de la Democracia, han sido amplia y sesudamente criticadas, igual podría (¿debería?) suceder con los planes de trabajo.

Estos planes, asimismo por disposición de aquel Código, deben presentar los candidatos a la Presidencia de la República; igual los aspirantes a la Asamblea.

Ciertas instancias electorales capacitan sobre cómo elaborar los programas dizque de gobierno. Algo así como una matriz a ser rellenada de acuerdo a las propuestas de los candidatos. Incluso con algún diagnóstico sobre la realidad nacional.

En teoría, sobre esos planes los electores deberían discutir, analizar, sopesar para dirimir el voto. El ganador tiene la obligación legal y moral de cumplir el suyo a lo largo de sus cuatro años de gobierno. El incumplimiento puede llevarlo a una eventual revocatoria del mandato.

Como se ve, una alternativa democrática de alguna forma válida, en tanto en cuanto le permite al pueblo entregar el poder a un gobernante y retirarle su confianza. Pero dada la atomización de las fuerzas políticas perdedoras y dependiendo de su capacidad de maniobra en la Asamblea, puede ser desnaturalizada, convirtiéndola en motivo para la pugna de poderes o sacar provecho a través de negociaciones poco transparentes. Esto lo vivió el entonces Presidente Guillermo Lasso.

Los planes de trabajo no pasan de ser voluminosas listas de buenas intenciones, redactadas por asesores, activistas y el círculo cercano a los presidenciables, sobre la base de las necesidades y preocupaciones más sentidas de la población, por ejemplo, la inseguridad, la falta de trabajo, el no acceso oportuno a la salud, educación, el aumento de la pobreza.

Engrosan los archivos del CNE. Nadie los lee. ¿Es tiempo de encararlos y compararlos con la cruda realidad del país, brutal en algunos casos, como quien se los pilla en la mentira? Sería un ejercicio ciudadano demoledor.

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