El martes pasado, El Mercurio acabó de cumplir 100 años de vida periodística, fecha muy significativa para quienes trabajamos en este medio de comunicación. Diríamos que se cierra una etapa en la que hemos visto múltiples transformaciones, pero que como he dicho en algunas intervenciones anteriores, todo puede haber cambiado menos la libertad de expresión, la ética periodística, la defensa a los derechos humanos y sobre todo el amor a Cuenca y al Azuay. Hace setenta años pude observar que, en el mundo campesino de esta ciudad, existían reacciones armónicas con la naturaleza más cercanas.
Los campesinos en el pasado estaban mejor relacionados con las prácticas ancestrales y transmitían de mejor manera los saberes a sus familiares, a sus hijos, a modo de preservar el sentido de pertenencia, por lo que se compartía de mejor manera los conocimientos de acuerdo a sus manifestaciones culturales. Los campesinos nos dejaban saber y recordar los usos, las costumbres y tradiciones que se conocían a través del tiempo, que eran transmitidos de generación a generación.
La comunicación de los saberes ancestrales hace setenta años atrás nos permitía recordar de mejor las costumbres. Esos conocimientos nos llegaban de mejor manera, estos saberes entonces eran fundamentales para proteger a la madre Tierra, la conservación de la biodiversidad, la sostenibilidad de los recursos naturales. Mientras que ahora 100 años más tarde, la realidad es distinta como que los campesinos que vivían en Cuenca han perdido su identidad, han sido absorbidos por la ciudad y los que viven distantes en la zona rural por razones de los avances tecnológicos, tales como las redes sociales, el internet, el teléfono celular, sus realidades son distintas por lo que hay que reaprender a convivir con la madre Tierra. (O)
