La carta pública de la exministra Andrea Arrobo contiene declaraciones que no pueden pasar desapercibidas. En sus líneas, arroja luz sobre el contexto de temor en el que asegura vivir tras su paso por la función pública. A pesar de las supuestas evidencias que posee, como conversaciones vía chat mantenidas con el presidente, Arrobo decidió no presentarse ni exponerlas en su juicio político. Su argumento es contundente: “Entonces mi vida y la de mi familia habrán acabado”. Este testimonio lapidario refuerza la percepción sobre el carácter del mandatario y su manejo del poder, del cual el Ejecutivo parece haberse jactado en más de una ocasión.
La carta ha generado numerosas muestras de solidaridad, pero también preocupación, pues refleja una peligrosa normalización del amedrentamiento como mecanismo de control. Arrobo asegura que no regresará a la función pública, un espacio del que se declara arrepentida. Su historia de autocensura, sin embargo, no es un caso aislado.
En el último año, otros episodios han puesto de manifiesto un patrón preocupante de persecución política y ataques contra voces críticas, especialmente aquellas de mujeres periodistas. Alondra Santiago, comunicadora de origen cubano que vivió y ejerció su profesión en Ecuador durante casi dos décadas, se vio obligada a exiliarse en México tras recibir represalias gubernamentales. Su «pecado» fue el de expresar desacuerdos con el informe a la Nación del presidente. Lo hizo a través de una reinterpretación del Himno Nacional. Por otro lado, María Sol Borja, junto con sus colegas, enfrentó el cierre de su programa de análisis crítico debido a presiones políticas relacionadas con el Ejecutivo.
Ambos casos reflejan una sistemática persecución contra mujeres periodistas, quienes, además de enfrentar el desafío de ejercer su labor en un entorno hostil, han sido objeto de campañas de intimidación y censura. A estas historias se suma la de la vicepresidenta Verónica Abad, cuyo caso sigue siendo ventilado en los tribunales. La percepción generalizada en la opinión pública es clara: el Ejecutivo parece usar el miedo como herramienta para imponer su voluntad y eliminar cualquier disidencia.
La situación descrita por Arrobo, así como los casos de Santiago, Borja y Abad, son un recordatorio del peligro que representa un poder que recurre al amedrentamiento para silenciar críticas. Más allá de las diferencias ideológicas o políticas, la democracia no puede sostenerse si las voces disidentes son calladas mediante el miedo. Urge, por tanto, que la ciudadanía, las instituciones y los medios sigan alzando su voz en defensa de la libertad de expresión y el respeto a los derechos fundamentales.