Imaginamos que todo tiempo pasado fue mejor, más claro, más alegre, con más sentido. En realidad, puede que estemos distorsionando lo que fue, pero el hecho es que realizamos una comparación con lo único que conocemos: el presente. Frente al presente, el pasado parece mejor muy probablemente porque hay un deterioro, una suerte de degradación de las condiciones actuales que, no obstante, son imposibles de cambiar. Frente a la orfandad del deber ser, que propone una valoración transformadora del presente hacia el futuro, frente a la ausencia o descrédito de las utopías, nos refugiamos en un pasado (in) existente, desde donde se soporta la decadencia. Y no solo eso, ante la imposibilidad de un recuerdo colectivo, este lugar de la resistencia se encuentra en la profundidad de las intimidades, en las variaciones subjetivas, que hacen imposible su comunicación y reconocimiento de que el fracaso de la civilización que nos consume a todos, pasa por haber abandonado la construcción de una cultura “amorosa” que inicia en el amor propio (ética), reconoce la necesidad del cuidado de los otros (política) y concluye en el amor a la esperanza (poética).
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